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Hablemos con convicción y denuedo

Los predicadores no solo deben predicar con autoridad, sino también con convicción, estos dos elementos se encuentran íntimamente asociados el uno con el otro.

Es imposible predicar con autoridad cuando no se tiene convicción, y esa convicción emana a su vez de la seguridad de que lo que estamos proclamando y defendiendo es verdadero.

Si tenemos la plena certeza de que la Biblia es la Palabra de Dios, y al mismo tiempo tenemos la certeza de que lo que vamos a predicar es el mensaje de la Biblia, entonces predicaremos con convicción.

La convicción emana de la fe. ¿Creemos que todo lo que la Biblia dice es verdad? ¿Estamos seguros de que eso que vamos a predicar es lo que la Biblia dice?

Hasta tanto no respondamos estas dos preguntas satisfactoriamente no estamos preparados para predicar con convicción. Y si nosotros no estamos convencidos, ¿cómo vamos a convencer a los que escuchan? Nadie debe predicar de un pasaje que no entiende del todo. Si no estás seguro de que has podido desentrañar el verdadero significado del texto, es mejor que prediques de lo que sí entiendes y conoces.

“Creí, por lo cual hablé”, dice Pablo en 2Cor. 4:13. La convicción emana de la fe.

Debemos predicar con autoridad y convicción, sino también con denuedo. Si hay un elemento distintivo en la predicación apostólica es precisamente este: predicaban con denuedo la Palabra de Dios (comp. Hch. 4:13, 29, 31).

La palabra griega que nuestra versión traduce como “denuedo” es parresia, que significa literalmente “osadía”, confianza, “sin miedo”, “con valor”. En el griego clásico esta palabra se usaba para referirse al derecho que tenían los ciudadanos libres de hablar franca y abiertamente.

Algunas veces se usa en el NT para referirse a algo que se dice con toda claridad y franqueza, como cuando el Señor reveló a Sus discípulos en Mr. 8:32 que habría de ser llevado a la muerte por los líderes religiosos de la nación. Pero en estos textos del libro de los Hechos señala el valor y la osadía de los discípulos al predicar el evangelio.

Ese denuedo lo vemos una y otra vez en la predicación apostólica (comp. Hch. 2:22-23, 36; 3:13-15). Un predicador que no posea denuedo no podrá decir nunca como el apóstol Pablo: “Estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios” (Hch. 20:26-27).

Hay verdades de las Escrituras que la gente no quiere oír, así como hay personas que manifiestan abierta hostilidad hacia todo lo que tiene que ver con el evangelio. Pero el ministro que ha sido atrapado por la verdad de Dios revelada en Su Palabra no cerrará su boca para hablar lo que debe hablar (comp. 1Ts. 2:2, 4).

Muchos predicadores carecen de denuedo en su predicación por causa del temor a los hombres. Pero hay algo que atenta también contra ese denuedo y que no es tan evidente como el temor a los hombres: la sinceridad del predicador.

Debemos reconocer que nosotros mismos estamos envueltos en un proceso de santificación y que no somos perfectos; todavía tenemos mucho que crecer para seguir conformándonos a la imagen de nuestro Señor.

Pero no por eso debemos predicar con timidez. Consideren el ejemplo del apóstol Pedro en Hch. 3:14, cuando acusa a los judíos de negar al Señor. Pero ¿acaso no fue el mismo Pedro quien había negado a Cristo tres veces la noche del arresto? Él se arrepintió y lloró amargamente su traición; pero eso no elimina este hecho de su historia. Pedro negó a Cristo.

Sin embargo, eso no impidió que en este momento, con todo denuedo, clavara esta acusación en la conciencia de estos judíos, porque ellos necesitaban oír eso. Comentando acerca de este incidente, Ted Donnelly dice lo siguiente:

“¿Dudaremos en aplicar el evangelio por nuestra indignidad? ¿Predicaremos más suavemente por miedo a que nos consideren arrogantes o más santos que el resto? ¿No es esto orgullo con una máscara de humildad? Mientras predicamos, solo una cosa importa – que el mensaje de salvación sea traído a aquellos que nos escuchan. No podemos permitir que nada interfiera con el impacto de lo que estamos diciendo”.

“Debemos examinar nuestros propios corazones. Debemos sentir profundamente el dolor de nuestro pecado. Pero el lugar para esto es en lo secreto, no en el púlpito.

El arrepentimiento profundo y la humillación del alma, si son genuinos, nos harán mansos y gentiles.

Nuestra actitud mostrará evidentemente si nos estamos poniendo a nosotros mismos en un pedestal o no.
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