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Historia Eclesiástica (2)

 2. Los Apóstoles

Últimos días de San Pablo.

"Una suerte realmente extraña —dijo Renán— ha querido que la desaparición de estos dos hombres (Pedro y Pablo) quedara envuelta en el misterio." Luego, reconociendo el valor histórico de los libros del Nuevo Testamento, agrega: "A fines del cautiverio de Pablo, los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas nos faltan a la vez. Caemos repentinamente en una noche profunda, que contrasta singularmente con la claridad histórica de los diez años precedentes."


Conybeare y Howson, con su obra monumental e insuperable sobre la Vida y Epístolas de San Pablo, serán nuestros guías a través de las tinieblas que rodean a esta época de la vida del apóstol.


Recordemos que los Hechos terminan dejando al apóstol preso en el pretorio de Roma, viviendo, sin embargo, con relativa libertad en la casa que tenía alquilada, donde quedó dos años recibiendo a los que acudían a él.


La vida de Pablo no termina ahí. ¿Qué siguió después? El testimonio de más valor que existe es el de Clemente de Roma, que se supone fue discípulo de Pablo y ser el mismo que figura en Fil. 4:3. Este, escribiendo desde Roma a Corinto, dice que Pablo predicó el evangelio "en Oriente y Occidente" y que "instruyó a todo el mundo", es decir, al Imperio Romano, y que "fue hasta la extremidad de Occidente'', antes de su martirio. "Extremidad de Occidente", no puede significar otra cosa sino España, y en esto vemos el cumplimiento de los anhelos que expresa Pablo cuando escribe a los Romanos (Cap. 15:24-28).


El Canon de Muratorí, un documento perteneciente al año 170, habla también del viaje de Pablo a España.


Eusebio dice: "Después de defenderse con éxito, se admite por todos, que el apóstol fue otra vez a proclamar el evangelio, y después vino a Roma, por segunda vez, y sufrió el martirio bajo Nerón."


De modo que lo que sigue al relato en los Hechos es el juicio de Pablo ante Nerón. Sabía que su vida no estaba en las manos de este tirano, que su Señor lo cuidaba desde el cielo y que no lo dejaría hasta que hubiese cumplido su carrera. Por otra parte para él "morir es ganancia", y el semidiós ante quien comparecía era sólo uno de "los príncipes de este siglo que se deshacen." Pero como no hallaron en él crimen, fue absuelto y puesto en libertad.


Hay que recordar que este juicio tuvo lugar a principios del año 63, antes que estallara la gran persecución del año 64, que siguió al incendio de Roma.


Al ser puesto en libertad, no fue luego a España, como sería fácil suponer. El cuidado de las iglesias le llamaba al Oriente. Hizo un viaje por el Asia Menor, de acuerdo con los deseos expresados desde su prisión, en la Epístola a Filipenses, cap. 2:24 y en Filemón 22,


Después de cumplir con esta misión para con las iglesias, pudo pensar en efectuar el tan anhelado viaje a la Península Ibérica. No es probable que haya pasado por Roma, porque en ese tiempo Nerón, como un león rugiente, perseguía a los santos. Es lo más probable que en Oriente se haya embarcado para Massilla (la Marsella moderna), y de Massilla a España, llegando el año 64.


Después de permanecer unos dos años en España, Pablo volvió a Efeso donde tuvo que ver con dolor que se habían cumplido sus predicciones a los ancianos de aquella iglesia. Los lobos rapaces que no perdonaban el rebaño se habían levantado por todas partes, y la siembra de la cizaña había seguido a la de la buena simiente. Siempre viajaba, a pesar de su edad ya avanzada, y parece que en Nicópolis fue prendido, encarcelado y conducido a Roma.


En esta segunda prisión, Pablo se encuentra en condiciones más desfavorables que cuando fue preso a Roma la primera vez. La iglesia en esa ciudad estaba desolada por la persecución. Cualquiera podía impunemente maltratar a un cristiano. Cinco años antes predicaba en su prisión y recibía a los judíos influyentes de Roma, pero ahora se halla en "las prisiones a modo de malhechor." Era peligroso declararse cristiano y difícil hallarlo entre la multitud de presidiario?. Onesíforo, el que no se avergonzó de la cadena de Pablo (2 Tim. 1:16), tuvo que buscarlo "solícitamente" para poder hallarlo.


No sabemos qué clase de cargos hacían a Pablo, pero en esos días, bajo Nerón, se requería muy poca cosa para condenar a un cristiano a muerte, mayormente si se trataba de uno de los más prominentes. Bastaba acusarle de propagar entre los reñía­nos una religión no reconocida por el estado (religio nova et illicita) para que la sentencia de muerte cayese despiadadamente. Los judíos prominentes de Jerusalén no pudieron con­seguir que Pablo fuese condenado en su primer juicio, pero ahora cualquier delator podría haberlo logrado. Esta vez no tenía que comparecer delante de Nerón mismo, sino delante del prefecto (Praefectus Urbis). Sabemos algo del juicio, por lo que Pablo mismo escribió a Timoteo (2ª Tim. 4:16, 17). En esa hora de peligro faltó el hermano, faltó el amigo, faltaron todos. Pero el mejor intercesor y abogado estuvo a su lado dándole fuerzas para llevar la cruz hasta el fin de la carrera. De la frase "todos los gentiles la oyesen" se ha inferido que habló ante una gran multitud, y que su juicio tuvo lugar en el Foro. El tribunal no falló en esa ocasión y Pablo fue de nuevo a la cárcel. Fue en­tonces cuando escribió la Segunda Epístola a Timoteo. No esperaba ser absuelto, como lo esperaba y lo fue en su causa anterior. Sabía que la sentencia pronunciando la pena capital era inevitable y la veía venir con toda serenidad, porque estaba pronto a recibir todo lo que su Señor le mandase. Sabía que sólo saldría de la prisión para ir al encuentro de la muerte Entonces escribió a Timoteo estas palabras de triunfante esperanza, que han encendido los corazones de millares de mártires en la hora dura de la prueba.


En medio de las pruebas tenía un hermano fiel que estaba a su lado y le era de gran consuelo. Era el "médico amado", Lucas, su viejo compañero.


Parece que, viendo que el proceso seguía su marcha muy lentamente, esperaba quedar algún tiempo con vida. Por eso pide a Timoteo, su hijo espiritual, que le traiga el capote, los libros, y mayormente los pergaminos.


Pide a Timoteo que procure venir presto a él. Este deseo es el último que expresó el apóstol en sus escritos. Hay algunos indicios que permiten suponer que el viejo Pablo pudo ver y abrazar a su querido Timoteo antes de morir.


La sentencia de muerte fue pronunciada. La ciudadanía romana le libró de una muerte ignominiosa y de la tortura, tan fácilmente aplicada a los cristianos que morían por su fe Fue decapitado fuera de las puertas de la ciudad, en la vía de Ostia, donde existe una pirámide de aquella época, único testigo de la muerte de Pablo. Sus hermanos en la fe tomaron el cadáver que se supone fue sepultado en las catacumbas.


Así murió Pablo, apóstol y mártir, dejando a la cristiandad el precioso legado de sus trabajos apostólicos, de su intenso amor a la causa del Señor, y el ejemplo de una vida consagrada a la misión que le fue confiada. Entre los grandes testigos del Señor ocupará siempre el primer lugar.


Últimos días de San Pedro.


Muy poco se sabe sobre los últimos días de este noble após­tol que desempeñó una parte tan importante entre los doce, y que tan gloriosamente actuó en los primeros días de la iglesia de Jerusalén.


Si recordamos que a él le fue encomendada la predicación del evangelio a los judíos, no está fuera de lugar suponer que se dedicó a viajar para llevar el divino mensaje a los israelitas esparcidos por todo el mundo.


Descartada como leyenda la infundada tradición de los veinticinco años de residencia en Roma, surge la pregunta: ¿qué hizo Pedro, y dónde estuvo todo el tiempo que transcurre entre los últimos datos que de él tenemos en el libro de los Hechos, y su muerte? La mejor respuesta a esa pregunta la tenemos en su Primera Epístola. En el último capítulo leemos la siguiente salutación: "La iglesia que está en Babilonia, juntamente con vosotros os saluda." De ahí se desprende que Pedro se hallaba en la Mesopotamia, donde residían numerosos israelitas, a los cuales seguramente él estaba evangelizando, sin dejar por eso de hacer la misma cosa entre los gentiles de esa región. Los romanistas, en su desesperación por demostrar que Pedro estaba en Roma, dan al nombre de Babilonia un sentido simbólico, sosteniendo que significa Roma. En el Apocalipsis es evidente que Babilonia es el nombre con que se designa la ciudad de los Césares, pero es del todo contrario a una sana regla de interpretación, querer ver símbolos en unas sencillas palabras de salutación fraternal.


En la misma Epístola vemos también que ésta fue dirigida "a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia". Como no es lógico suponer que se dirija una carta de esta índole a personas o agrupaciones desconocidas, es también lógico admitir que Pedro haya trabajado en esas regiones durante el período que nos ocupa.


Tocante a su muerte, todo conduce a suponer que murió crucificado. Una semiprueba la tenemos en el evangelio según San Juan. Ahí leemos estas palabras que el Señor dirigió a Pedro.


Pero iba a "glorificar a Dios" por medio de la muerte, es decir, iba a sufrir el martirio. Vemos que iba a "extender sus manos1'. Los romanos acostumbraban, dicen autores antiguos y modernos, hacer que los condenados a la crucifixión llevasen por el camino una especie de yugo atado a los brazos extendidos, para representar por medio de esta postura la clase de suplicio que iban a sufrir.


El testimonio de varios autores de los tiempos primitivos: Tertuliano, Orígenes, Eusebio, agrega más pruebas a la creencia que prevalecía, en los primeros siglos, de que Pedro murió crucificado, y era también admitido que a pedido suyo lo fue con la cabeza hacia el suelo.


Jacobo.


La iglesia de Jerusalén seguía prosperando bajo la dirección y pastorado de Jacobo. ¿Quién es este Jacobo que desempeña un papel tan importante en esta iglesia? No hay que confundirlo con ninguno de los dos apóstoles de este nombre: Jacobo hijo de Zebedeo, ni Jacobo hijo de Alfeo (Mateo 10:2, 3). Se trata de Jacobo "el hermano del Señor" (Gal. 1:19) autor de la Epístola de Santiago. Hay que tener presente que Santiago y Jacobo es un mismo nombre.


Jacobo, el hermano del Señor, no figura entre los discípulos sino después de la resurrección de Cristo. Es probable que haya sido uno de los que no querían creer en la misión mesiánica de Jesús (Juan 7:5), pero que vencido por la realidad de la resurrección (13 Cor. 15:7) no pudo menos que convertirse y entrar a actuar con los discípulos.


Pronto ocupa un lugar prominente entre los hermanos y los apóstoles. Su nombre es mencionado por Pedro al salir de la cárcel: "Haced saber esto a Jacobo y a los hermanos." (He­chos 12:17.) Pablo, al hablar de las columnas de la iglesia de Jerusalén, lo nombra antes que a Pedro y Juan (Gal. 2:9). En la conferencia de Jerusalén (Hechos 15) también toma parte activa, y muchos suponen que fue el que presidió la reunión. Cuando Pablo fue a Jerusalén por última vez (Hechos 21:18) fue a visitar a Jacobo, y los ancianos de la iglesia se reunieron en su casa.


Según atestiguan muchos escritores de los primeros siglos, Jacobo (o Santiago) llevaba una vida completamente ascética, lo que le daba acceso a los judíos no convertidos. Se privaba de todo lo que constituye algún placer o comodidad, y su fama de hombre santo era popular en la ciudad donde era conocido bajo el sobrenombre de Justo. Nunca renunció al rigorismo de la ley mosaica de la cual no se consideraba completamente desligado aunque había abrazado la fe cristiana. La epístola por él escrita confirma estos testimonios sobre su carácter austero.


Acerca de su muerte, se sabe que sufrió el martirio, siendo lapidado cerca del Templo. Josefo hace sobre su muerte el siguiente relato: "Anano (o Hanán), que tomó el cargo de sumo sacerdote, era un hombre audaz, altanero y muy insolente. Era de la secta de los saduceos, quienes sobrepasan a todos los judíos en la manera cruel con que tratan a los culpables. Pensó que era el momento oportuno para ejercer su autoridad. Festo había muerto, y Albino, que había sido enviado a Judea para sucederle, estaba en viaje. Así que él reunió el Sanedrín e hizo comparecer al hermano de Jesús, llamado Cristo, cuyo nombre era Jacobo, y a varios otros de sus compañeros, y habiendo formulado una acusación contra ellos como quebrantadores de la ley, los entregó para ser apedreados." (Antigüedades 20:9).


Se dice que murió a la edad de noventa y seis años.


Renán hablando de su muerte dice: "La muerte de este santo personaje hizo el peor efecto en la ciudad. Los devotos fariseos, los estrictos observadores de la ley, sintiéronse muy descontentos. Jacobo era universalmente estimado; se le tenía por uno de los hombres cuyas plegarias eran de suma eficacia... Casi todo el mundo estuvo de acuerdo en pedir a Herodes Agripa II que pusiera límites a la audacia del sumo sacerdote. Albino tuvo conocimiento del atentado de Anano, cuando ya había salido de Alejandría con dirección a Judea. Escribió a Anano una carta amenazadora; después lo destituyó. Por con­siguiente Anano fue sumo sacerdote sólo tres meses."


Destrucción de Jerusalén.


No está fuera de lugar ocuparnos ahora de los aconteci­mientos relacionados con la guerra de Judea, y en particular con la destrucción de Jerusalén.


Cuando Félix era gobernador de Judea, hubo una disputa entre judíos y sirios acerca de la ciudad de Cesárea. Ambos partidos pretendían que les pertenecía. De las palabras pasaron a los hechos, tomando las armas unos contra otros. Félix puso fin a la contienda mandando a Roma delegados de ambos partidos para someter el caso al emperador. Este falló en favor de los sirios, y cuando, el año 67, la noticia llegó a Judea, estalló inmediatamente la rebelión. Sirios, judíos y romanos se mezcla­ron en la sangrienta revuelta, que asumió bien pronto un carácter alarmante. Las aldeas eran teatro de escenas horripilantes. El mar de Galilea, donde Jesús había predicado sobre el reino de los cielos, estaba teñido de sangre y cubierto de cadáveres flo­tantes. Una gran victoria de los judíos sobre las tropas romanas, mandadas por Cestio, dio impulsos a la rebelión, que se generalizó en todo el país. Los hombres sensatos veían que todo aque­llo era un esfuerzo estéril, porque tarde o temprano tenían que sucumbir bajo los dardos de los romanos; pero ya por patriotismo, ya por el impulso de las circunstancias, no pudieron hacer otra cosa sino tomar parte en la guerra. Uno de éstos fue el célebre Josefo, quien tan grandes servicios prestaría a la historia, y a quien le fue confiado el comando de las fuerzas que actuaron en Galilea.


La noticia del levantamiento de Judea llegó a Roma cuan­do el loco emperador Nerón estaba ocupado en los preparativos de un viaje a Grecia donde, seguido de un gran séquito de aduladores, iba a lucir sus dotes de artista, disputándose todos los premios ofrecidos en los concursos. Con gran acierto confió al viejo militar Vespasiano el mando de las legiones que tenían que ir a subyugar a Judea. Vespasiano mandó a su hijo Tito hasta Alejandría para reunir las fuerzas que había en aque­lla región, y él, cruzando el Helesponto o Dardanelos, siguió por tierra a Siria. Juntando las fuerzas de Tito, de Antonio, de Agripa y de Soheme, y cinco mil hombres más mandados por los árabes, Vespasiano emprendió la reconquista al frente de unos 60.000 hombres.


Empezó la guerra en Galilea, donde Josefo oponía una heroica y bien estudiada resistencia. La lucha fue ardua pero Josefo tuvo que ceder el terreno a los vencedores, huyendo a una caverna en la que pasó un tiempo escondido con unos cuarenta hombres que le siguieron. Como Vespasiano le ofreciese toda clase de seguridades concluyó por entregarse, y desde entonces aparece siempre al" lado de los Flavios Vespasianos, tanto en el sitio de Jerusalén, como después de pacificado el país, en honor de los cuales Josefo añadió a su nombre el de Flavio. Desde el punto de vista patriótico ha sido muy censurada la conducta de Josefo, pero uno no puede menos de ver la mano de Dios obrando para que este ilustrado judío fuese testigo ocular de la guerra que daría un fiel cumplimiento a las palabras proféticas de Jesucristo acerca de Jerusalén y del pueblo elegido.


Mientras los ejércitos dominaban el país, la guerra civil se había declarado en Jerusalén. Tres partidos se disputaban el poder. Se vivía bajo el régimen del terror. La aristocracia había sido derrocada, y un populacho salvaje, encabezado por un tal Juan de Giscala, encuartelado en el templo, dominaba la ciudad. En otro distrito de la ciudad mandaba un tal Simón. El sumo sacerdote, los principales escribas y fariseos, y todos los grandes aristócratas de Jerusalén fueron muertos, y sus cadáveres arrastrados por las calles y arrojadas fuera del muro. Grande fue la impresión de la población cuando vio la suerte que tocó a estos orgullosos señores, a quienes habían visto revestidos de espléndidos trajes talares, y a quienes ahora veían tendidos desnudos por las calles. Muchos de ellos eran los mismos que habían condenado a Cristo, a Esteban y a Jacobo.


Aquello era la abominación predicha por el profeta Daniel. Los cristianos se acordaron de las palabras del Maestro: "Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes.1' (Mat. 24:16.) No sin dificultades fue la huida de los cristianos, pero lograron salir y juntarse en Pella, una ciudad de la región montañosa de Perea, donde pudieron permanecer libres de los males que azotaban a Jerusalén. La huida tuvo lugar en el año 68. La iglesia vivió sostenida casi milagrosamente, y continuó su obra en toda la región transjordánica.


En este tiempo Vespasiano fue proclamado emperador y, teniendo que volver a Roma, dejó a cargo de su hijo Tito la terminación de la guerra.


Los romanos avanzaron y de pronto Jerusalén se vio si­tiada por las fuerzas de Tito.


Jesús había predicho la ruina de la ciudad cuando lloró sobre ella, diciendo lo que consta en Lucas 19:42-44.


Josefo nos ha dejado un minucioso relato del sitio y des­trucción de Jerusalén, y es admirable la semejanza que existe entre la profecía de Cristo y los hechos narrados por este historiador.


Como el sitio se prolongaba, las provisiones empezaron a escasear. Los soldados rebuscaban todos los rincones de las casas, quitando a las familias los víveres de que disponían "Les hacían sufrir tormentos inauditos —dice Josefo— aunque más no fuese que para hacerles confesar que tenían escondido un pan o un puñado de harina". "A los pobres les quitaban los yuyos que con peligro de sus vidas juntaban durante la noche, sin escuchar los ruegos que les hacían, en nombre de Dios, para que les dejasen siquiera una pequeña parte, y creían que les hacían una gran merced con no matarlos después de ro­barles."


Sobre los sufrimientos dentro de la ciudad, bajo el terror implantado por Juan de Giscala y Simón, dice el citado histo­riador: "Sería entrar en una tarea imposible detallar particularmente todas las crueldades de esos impíos. Me contento con decir que no creo que desde el comienzo de la creación del mundo se haya visto a una ciudad sufrir tanto, ni otros hombres en los cuales la malicia fuese tan fecunda en toda clase de maldades "' Estas palabras de Josefo hacen recordar el anuncio profético de Cristo: "Porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá." (Mateo 24:21.)


Muchos trataban de salir de la ciudad en busca de víveres, y caían en poder de los sitiadores. Como era difícil guardarlos a causa del gran número, los crucificaban frente a los muros de la ciudad, con el fin de atemorizar a los de adentro No pasaba día sin que tomasen quinientos y aun más de entre estos que procuraban huir. Tito era un hombre tan magnánimo como es posible serlo en tales circunstancias, y sufría con los actos de crueldad que tenía que presenciar, y que por la ley impla­cable de la guerra no le era posible remediar. Los soldados romanos hacían sufrir horriblemente a los pobres que eran cru­cificados. "No había bastante madera para hacer cruces —dice Josefo— ni sitio donde colocarlas."


Oigamos aún a Josefo: "Los judíos, viéndose encerrados en la ciudad, desesperaron de su suerte. El hambre, cada vez peor, devoraba familias enteras. Las casas estaban llenas de cadáveres de mujeres y de niños, y las calles, de los de los ancianos. Los jóvenes iban cayéndose por las plazas públicas. Se les hubiera creído más bien espectros que personas vivas. No tenían fuer­zas para enterrar sus muertos, y aunque la hubieran tenido, no habrían podido hacerlo a causa del gran número, y porque no sabían cuántos días de vida les quedaban a ellos. Otros se arras­traban hasta el lugar de la sepultura para esperar allí la muerte."


"Al principio se hacía enterrar los muertos por cuenta del tesoro público, para librarse de la hediondez. Pero no siendo posible continuar cumpliendo con esta tarea, los arrojaban por encima del muro a los valles. El horror que tuvo Tito al ver llenos estos valles, cuando rodeaba la plaza, y la putrefacción que salía de tantos cadáveres le hizo lanzar un profundo suspiro: levantó las manos al cielo y llamó a Dios por testigo de que no era él el causante de aquello."


Josefo, desde el muro, hablaba a los sitiados para persua­dirlos de que era inútil continuar la resistencia, pero era desoído. Tito quería evitar escenas desgarradoras, pero la tenacidad de los sitiados hacía imposible todo arreglo.


Los que podían huir de la ciudad tragaban monedas de oro para encontrarse con algún dinero cuando éste fuese de utilidad. Los soldados llegaron a saberlo y entonces comenzaron a abrir el vientre de todos los que caían en su poder para apoderarse de aquel dinero. Los árabes y los sirios fueron los que más se ejercitaron en esta crueldad, fruto de la avaricia. En una sola noche más de dos mil infelices murieron de este modo. Cuando Tito tuvo conocimiento de esto, castigó severamente a los culpables.


Las poderosas máquinas guerreras de los romanos lograron abrir una brecha en los muros, y los soldados avanzaron. La resistencia no pudo ser muy heroica debido al estado de debilidad en que se hallaban los combatientes judíos. Fortaleza tras fortaleza fue cediendo al empuje vigoroso de los vencedores. Los secuaces de Juan de Giscala, atrincherados en el templo, hacían sus últimos esfuerzos.


Tito había resuelto salvar el templo. No quería que esa maravilla del mundo fuese destruida. Pero un soldado arrojó una antorcha encendida y el incendio del templo se inició con rapidez. Tito, en este momento, estaba descansando en su tienda. Al saberlo corrió al templo y ordenó que se detuviese el fuego; todo fue inútil. Uno mayor que Tito había dicho: "No que­dará piedra sobre piedra, que no sea derribada."


Esto ocurría el año 70 de nuestra era. Las víctimas de esta espantosa catástrofe llegaron a 1.100.000, entre hombres, mujeres y niños, y si se agregan los que murieron en los combates precedentes, el número asciende a 1.357.000, según los cálculos de Josefo. 90.000 fueron vendidos como esclavos.


Así terminó Jerusalén. Cuarenta años antes, frente al pa­lacio de Pilato, al pedir la muerte de Jesús, sus habitantes habían clamado: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos." (Mat. 27:25.) ¡Jamás imprecación alguna tuvo un cumplimiento tan evidente!


Juan, él Apóstol.


En el último período de su vida, Juan, "el discípulo ama­do", aparece en Efeso, ciudad donde actuó durante muchos años, ejerciendo una influencia saludable y bienhechora sobre todas las iglesias del Asia Menor.


La cizaña sembrada por el enemigo en aquellas regiones, donde Pablo y otros habían introducido el evangelio, puso a Juan en la necesidad de estar siempre alerta contra los errores nacientes. Las sectas llamadas ebionitas hacían una activa propaganda judaizante, procurando imponer a los cristianos el yugo de la ley, que los mismos judíos no habían podido soportar. Para ellos, Cristo quedaba reducido a un profeta como Samuel, Isaías u otro, y su origen divino, si no negado, era completamente olvidado o mal entendido. Por otra parte los gnósticos, que aparecen con más pujanza en el siglo segundo, ya habían empezado a manifestarse. Para éstos, la humanidad de Cristo no era cosa importante, y la persona histórica del Nazareno se pierde en el éter de las especulaciones falsamente llamadas filosóficas. Fue especialmente para contestar a la propaganda gnóstica que Juan escribió sus Epístolas.


Durante su permanencia en Efeso, Juan escribió el Evan­gelio que lleva su nombre.


Los antiguos autores cristianos refieren muchas anécdotas relacionadas con los últimos años de la vida de este apóstol, pero es difícil saber si son dignas de crédito. Dicen que cuando era muy anciano, no pudiendo caminar, lo llevaban a las reuniones, y él se ponía de pie y pronunciaba estas palabras: "Hijitos, amaos los unos a los otros". Su corto sermón lo repetía cada vez que se le presentaba la oportunidad de hacerlo, y decía, que si los creyentes aprendían a amarse mutuamente, todas las demás cosas resultarían fáciles.


Se cree que fue una de las víctimas de la persecución de Domiciano.


Los emperadores que hubo entre Nerón y Domiciano, es­tuvieron tan ocupados con los asuntos del estado y en las in­trigas de la baja política, que no pudieron prestar atención al movimiento cristiano. Pero Domiciano abrió un nuevo período de amarguras a los discípulos de Cristo. Se llama segunda per­secución la que hubo bajo este emperador, siendo la de Nerón la primera.


Los historiadores cuentan diez persecuciones desde Nerón a Diocleciano, pero este modo de enumerar lo abandonan la mayor parte de los escritores modernos, porque si se habla de las persecuciones generales, el número no es tanto, y si se cuentan las parciales, el número es mucho mayor.


Aunque hubo algunos que fueron muertos, Domiciano no se dedicó a matar, sino a desterrar y confiscar los bienes de sus víctimas. Juan fue desterrado a la isla de Patmos, donde el Señor le apareció, mostrándole las visiones que describió en el Apocalipsis.


Su destierro no fue perpetuo, y Juan volvió a Efeso, donde terminó sus días en paz, teniendo cerca de cien años de edad.


La muerte del apóstol Juan cierra el primer período de la historia cristiana, o sea el de la implantación y propagación del evangelio por los apóstoles. Con él, podemos decir que termina la primera generación de cristianos. Es el último de los testigos que tuvo el privilegio de ver y seguir a Jesús aquí en la tierra, y de comprobar la realidad de su resurrección. Los Evangelios ya han sido escritos por los que fueron contempo­ráneos de Cristo. Era el momento cuando empezaban a des­aparecer los que compusieron las primeras iglesias, y urgía tanto el escribirlos en aquellos días, que, como dijo Lange, "si el arte de escribir no hubiera existido todavía, lo hubieran inventado en ese momento y para este fin." Los apóstoles han desarrollado y expuesto, en las Epístolas, las doctrinas gloriosas del cris­tianismo, destinadas a servir de base y de guía a los movimientos religiosos de las edades futuras. Terminemos con este hermoso párrafo de Pressensé: "Al fin de la edad apostólica, Juan, lo mismo que Pablo, levanta la cruz con mano firme, como un faro destinado a brillar en medio de todas las tinieblas de las tempestades del porvenir. La locura de la cruz está destinada a ser para siempre la sabiduría de la iglesia; y contra la roca sobre la cual ella está asentada se estrellarán en vano todas las olas de la herejía."


Historia De Los Mártires Cristianos. Hasta La Primera Persecución General Bajo Nerón

Cristo nuestro Salvador, en el Evangelio de San Mateo, oyendo la confesión de Simón Pedro, el cual, antes que todos los demás, reconoció abiertamente que Él era el Hijo de Dios, y percibiendo la mano providencial de Su Padre en ello, lo llamó (aludiendo a su nombre) una roca, roca sobre la cual El edificaría Su Iglesia con tal fuerza que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella. Y con estas palabras se deben observar tres cosas: Primero, que Cristo tendría una iglesia en este mundo. Segundo, que la misma Iglesia sufriría una intensa oposición, no sólo por parte del mundo, sino también con todas las fuerzas y poder del infierno entero. Y en tercer lugar que esta misma Iglesia, a pesar de todo el poder y maldad del diablo, se mantendría.


Esta profecía de Cristo la vemos verificada de manera maravillosa, por cuanto todo el curso de la Iglesia hasta el día de hoy no parece más que un cumplimiento de esta profecía. Primero, el hecho de que Cristo ha establecido una Iglesia no necesita demostración. Segundo, ¡con qué fuerza se han opuesto contra la Iglesia príncipes, reyes, monarcas, gobernadores y autoridades de este mundo! Y, en tercer lugar, ¡cómo la Iglesia, a pesar de todo, ha soportado y retenido lo suyo! Es maravilloso observar qué tormentas y tempestades ha vencido. Y para una más evidente exposición de esto he preparado esta historia, con el fin, primero, de que las maravillosas obras de Dios en Su Iglesia redunden para Su gloria; y también para que al exponerse la continuación e historia de la Iglesia, pueda redundar ello en mayor conocimiento y experiencia para provecho del lector y para la edificación de la fe cristiana.


Como no es nuestro propósito entrar en la historia de nuestro Salvador, ni antes ni después de Su crucifixión, sólo será necesario recordar a nuestros lectores el desbarate de los judíos por Su posterior resurrección. Aunque un apóstol le había traicionado; aunque otro le había negado, bajo la solemne sanción de un juramento, y aunque el resto le había abandonado, excepto si exceptuamos aquel "discípulo que era conocido del sumo sacerdote", la historia de Su resurrección dio una nueva dirección a todos sus corazones, y, después de la misión del Espíritu Santo, impartió una nueva confianza a sus mentes. Los poderes de los que fueron investidos les dieron confianza para proclamar Su nombre, para confusión de los gobernantes judíos, y para asombro de los prosélitos gentiles.


I. San Esteban


San Esteban fue el siguiente en padecer. Su muerte fue ocasionada por la fidelidad con la que predicó el Evangelio a los entregadores y matadores de Cristo. Fueron excitados ellos a tal grado de furia, que lo echaron fuera de la ciudad, apedreándolo hasta matarlo. La época en que sufrió se supone generalmente como la pascua posterior a la de la crucifixión de nuestro Señor, y en la época de Su ascensión, en la siguiente primavera.


A continuación se suscitó una gran persecución contra todos los que profesaban la creencia en Cristo como Mesías, o como profeta. San Lucas nos dice de inmediato que «en aquel día se hizo una grande persecución en la iglesia que estaba en Jerusalén», y que «todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria, salvo los apóstoles».


Alrededor de dos mil cristianos, incluyendo Nicanor, uno de los siete diáconos, padecieron el martirio durante «la tribulación que sobrevino en tiempo de Esteban».


II. Jacobo el Mayor


El siguiente mártir que encontramos en el relato según San Lucas, en la Historia de los Hechos de los Apóstoles, es Jacobo hijo de Zebedeo, hermano mayor de Juan y pariente de nuestro Señor, porque su madre Salomé era prima hermana de la Virgen María. No fue hasta diez años después de la muerte de Esteban que tuvo lugar este segundo martirio. Ocurrió que tan pronto como Herodes Agripa fue designado gobernador de Judea que, con el propósito de congraciarse con los judíos, suscitó una intensa persecución contra los cristianos, decidiendo dar un golpe eficaz, y lanzándose contra sus dirigentes. No se debería pasar por alto el relato que da un eminente escritor primitivo, Clemente de Alejandría. Nos dice que cuando Jacobo estaba siendo conducido al lugar de su martirio, su acusador fue llevado al arrepentimiento, cayendo a sus pies para pedirle perdón, profesándose cristiano, y decidiendo que Jacobo no iba a recibir en solitario la corona del martirio. Por ello, ambos fueron decapitados juntos. Así recibió resuelto y bien dispuesto el primer mártir apostólico aquella copa, que él le había dicho a nuestro Salvador que estaba dispuesto a beber. Timón y Parmenas sufrieron el martirio alrededor del mismo tiempo; el primero en Filipos, y el segundo en Macedonia. Estos acontecimientos tuvieron lugar el 44 d.C.


III. Felipe


Nació en Betsaida de Galilea, y fue llamado primero por el nombre de «discípulo». Trabajó diligentemente en Asia Superior, y sufrió el martirio en Heliópolis, en Frigia. Fue azotado, echado en la cárcel, y después crucificado, en el 54 d.C.


IV. Mateo


Su profesión era recaudador de impuestos, y había nacido en Nazaret. Escribió su evangelio en hebreo, que fue después traducido al griego por Jacobo el Menor. Los escenarios de sus labores fueron Partia y Etiopía, país en el que sufrió el martirio, siendo muerto con una alabarda en la ciudad de Nadaba en el año 60 d.C.


V. Jacobo el Menor


Algunos suponen que se trataba del hermano de nuestro Señor por una anterior mujer de José. Esto es muy dudoso, y concuerda demasiado con la superstición católica de que María jamás nunca tuvo otros hijos más que nuestro Salvador. Fue escogido para supervisar las iglesias de Jerusalén, y fue autor de la Epístola adscrita a Jacobo, o Santiago, en el canon sagrado. A la edad de noventa y nueve años fue golpeado y apedreado por los judíos, y finalmente le abrieron el cráneo con un garrote de batanero.


VI. Matías


De él se sabe menos que de la mayoría de los discípulos; fue escogido para llenar la vacante dejada por Judas. Fue apedreado en Jerusalén y luego decapitado.


VII. Andrés


Hermano de Pedro, predicó el evangelio a muchas naciones de Asia; pero al llegar a Edesa fue prendido y crucificado en una cruz cuyos extremos fueron fijados transversalmente en el suelo. De ahí el origen del término de Cruz de San Andrés.


VIII. San Marcos


Nació de padres judíos de la tribu de Leví. Se supone que fue convertido al cristianismo por Pedro, a quien sirvió como amanuense, y bajo cuyo cuidado escribió su Evangelio en griego. Marcos fue arrastrado y despedazado por el populacho de Alejandría, en la gran solemnidad de su ídolo Serapis, acabando su vida en sus implacables manos.


IX. Pedro


Entre muchos otros santos, el bienaventurado apóstol Pedro fue condenado a muerte y crucificado, como algunos escriben, en Roma; aunque otros, y no sin buenas razones, tienen sus dudas acerca de ello. Hegesipo dice que Nerón buscó razones contra Pedro para darle muerte; y que cuando el pueblo se dio cuenta, le rogaron insistentemente a Pedro que huyera de la ciudad. Pedro, ante la insistencia de ellos, quedó finalmente persuadido y se dispuso a huir. Pero, llegando a la puerta, vio al Señor Cristo acudiendo a él, a quien, adorándole, le dijo: "Señor, ¿a dónde vas?" A lo que él respondió: "A ser de nuevo crucificado". Con esto, Pedro, dándose cuenta de que se refería a su propio sufrimiento, volvió a la ciudad. Jerónimo dice que fue crucificado cabeza abajo, con los pies arriba, por petición propia, porque era, dijo, indigno de ser crucificado de la misma forma y manera que el Señor.


X. Pablo.


También el apóstol Pablo, que antes se llamaba Saulo, tras su enorme trabajo y obra indescriptible para promover el Evangelio de Cristo, sufrió también bajo esta primera persecución bajo Nerón. Dice Abdías que cuando se dispuso su ejecución, que Nerón envió a dos de sus caballeros, Ferega y Partemio, para que le dieran la noticia de que iba a ser muerto. Al llegar a Pablo, que estaba instruyendo al pueblo, le pidieron que orara por ellos, para que ellos creyeran. Él les dijo que poco después ellos creerían y serían bautizados delante de su sepulcro. Hecho esto, los soldados llegaron y lo sacaron de la ciudad al lugar de las ejecuciones, donde, después de haber orado, dio su cuello a la espada.


XI. Judas


Hermano de Jacobo, era comúnmente llamado Tadeo. Fue crucificado en Edesa el 72 d.C.


XII. Bartolomé


Predicó en varios países, y habiendo traducido el Evangelio de Mateo lenguaje de la India, lo propagó en aquel país. Finalmente fue cruelmente azotado y luego crucificado por los agitados idólatras.


XIII. Tomás


Llamado Didimo, predicó el Evangelio en Partia y la India, donde, provocar a los sacerdotes paganos a ira, fue martirizado, atravesado con lanza.


XIV. Lucas


El evangelista, fue autor del Evangelio que lleva su nombre. Viajó con por varios países, y se supone que fue colgado de un olivo por los idolátricos sacerdotes de Grecia.


XV. Simón


De sobrenombre Zelota, predicó el Evangelio en Mauritania, Africa, incluso en Gran Bretaña, país en el que fue crucificado en el 74 d.C. 


XVI. Juan


El «discípulo amado» era hermano de Jacobo el Mayor. Las iglesias Esmirna, Pérgamo, Sardis, Filadelfia, Laodicea y Tiatira fueron fundadas él. Fue enviado de Éfeso a Roma, donde se afirma que fue echado en un calde de aceite hirviendo. Escapó milagrosamente, sin daño alguno. Domiciano desterró posteriormente a la isla de Patmos, donde escribió el Libro Apocalipsis. Nerva, el sucesor de Domiciano, lo liberó. Fue el único apóstol que escapó una muerte violenta.


XVII. Bernabé


Era de Chipre, pero de ascendencia judía. Se supone que su muerte tu lugar alrededor del 73 d.C.


Y a pesar de todas estas continuas persecuciones y terribles castigos, Iglesia crecía diariamente, profundamente arraigada en la doctrina de apóstoles y de los varones apostólicos, y regada abundantemente con la s de los santos.



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