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Las fiestas bíblicas en el Nuevo Testamento


La promulgación de la ley de Dios en el Monte Sinaí alrededor de 1500 años antes de Cristo fue el acontecimiento más destacado en la historia del pueblo hebreo.

La venida del Espíritu Santo del cielo a la tierra en el día de Pentecostés fue el acontecimiento más importante en la historia de la Iglesia, para el pueblo hebreo, era la “fiesta de las semanas”.

¿Por qué le llamaban fiesta de las semanas?

Porque la debían celebrar siete semanas o cincuenta días después de la PASCUA.

El motivo de la mencionada fiesta era doble:

Daban gracias a Dios por la cosecha, y conmemoraban la promulgación de la ley, acontecimiento que tuvo lugar a los 50 días de la primera pascua y de la salida de Egipto.

El Pentecostés, relacionado con la Iglesia tuvo lugar 50 días después de la resurrección de Cristo.

La palabra “quincuagésimo” o cincuenta, en griego significa pentecostés. 

Por eso el término pentecostés aparece en el Nuevo Testamento, que fue escrito en griego, y no aparece en el Antiguo, que fue escrito en hebreo.

No hay nada escrito que diga que los cristianos debemos conmemorar el nacimiento de Jesús o el día de Pentecostés.

La única ordenanza de carácter conmemorativo establecida por el Señor para ser observada por la Iglesia es la llamada “cena del Señor”, que conmemora su muerte y proclama su segunda venida en gloria.

¿Existía la Iglesia en el día de Pentecostés? 

Jesucristo dijo: 

“Edificaré mi iglesia”. 

Yo la edificaré. 

El día de su ascensión al cielo, se encontraban con Él en el monte de los Olivos 120 discípulos. 

Aquel grupo constituía la primera iglesia cristiana que hubo en el mundo.

Jesús les dijo aquel día que permaneciesen en Jerusalén hasta ser investidos con poder de lo alto. 

Yo, les dijo el Señor, enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros, y seréis bautizados con el Espíritu Santo (Lev. 24:49, Hch. 1:4-5)

¿Qué sucedió el día de Pentecostés?

La Igle­sia estaba reunida en el llamado Aposento Alto de Jerusalén. 

“Y de repente vino del Cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual lleno la casa donde estaban; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentadas sobre cada uno de ellos. 

Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch. 2:2-4).

Al llenarse la manifestación del Espíritu en el aposento donde se encontraba la Iglesia, ésta quedó, exteriormente, inmersa o sumergida en aquella manifestación divina. 

Y, al mismo tiempo, la Iglesia quedó llena interiormente. 

El Espíritu tomó posesión de ella, la convirtió en su templo y en su instrumento. 

San Pablo nos dice, en (1 Cor. 12:13), que por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos. 

Pablo habla en pasado: no dice somos o seremos, sino fuimos. 

Los 120 que componían la Iglesia el día de Pentecostés eran israelitas. 

Pero el Apóstol nos dice que, potencialmente, aquel bautismo incluía a todos los que de aquel día en adelante iban a entrar a formar parte de la Iglesia bautizada.

Algunos años después del día de Pentecostés tuvo lugar una manifestación extraordinaria del Espíritu Santo en la casa del centurión Cornelio (Hch. 10). 

El propósito de aquella manifestación fue unificar en un solo cuerpo, las dos ramas de la Iglesia: judíos y gentiles.

La Iglesia, como organización de origen divino y con un propósito divino, fue bautizada de una vez, una sola vez, en el Aposento alto. 

Allí se cumplió la promesa del Padre; la promesa en singular (Mt. 3:11 Hch. 1:4-5). 

Allí se cumplió la profecía de Joel 2:28-29. 

El apóstol Pedro, bajo inspiración divina, dijo el día de Pentecostés: 

“Esto es lo que fue dicho por el profeta Joel”. 

Jesucristo, “habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hch. 2:16 y 33). 

Nos resulta interesante el ver como algunos pasan por alto esta declaración del Apóstol y posponen el cumplimiento de la profecía de Joel hasta los días actuales, 19 siglos después de lo que fue su cumplimiento real.

Jesús nació una sola vez, murió una sola vez. El Espíritu Santo bautizó a la Iglesia una sola vez y desde entonces permanece en la Iglesia, el Espíritu no está subiendo y bajando. 

No hay promesa de bautismo con el Espíritu después del día de Pentecostés. Jesús dijo a sus discípulos: “recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hch. 1:8). 

Aquel bautismo implicó para la Iglesia una dotación de poder.

Funciones del Espíritu Santo: nadie se puede convertir sin la intervención del Espíritu (Jn. 16:7-8). 

Y esto se puso de manifiesto el mismo día de Pentecostés cuando 3.000 personas fueron convictas de pecado, se acogieron al perdón que el Señor ofrece, aceptaron a Cristo como su salvador, fueron bautizadas y añadidas a la iglesia. 

En la conversión de aquellas 3.000 personas vemos el cumplimiento de la promesa que aparece en (Juan 14:12). 

El Señor Jesús, al final de tres años de labor, contaba con un grupo de 120 fieles que le habían seguido hasta el monte de la ascensión. 

Pedro y los otros apóstoles fueron instrumentos del Espíritu Santo para ganar en un día a 3.000 personas.

Para aquellos 3.000 no hubo una repetición de lo que poco antes habían experimentado los 120. 

No hubo para ellos otro estruendo del cielo; ni lenguas de fuego; ni la facultad de predicar el evangelio en otros idiomas. Aquellos 3.000 fueron añadidos a una Iglesia bautizada (1 Cor. 12:13. Hch. 2:39).

El Espíritu Santo convence de pecado; estimula el arrepentimiento y la fe en Cristo el Salvador; regenera el alma; y se constituye, para los miembros de la Iglesia, en fuente de todos los dones y virtudes de Dios.

En (Efesios 5:18) se nos exhorta a ser llenos del Espíritu Santo. El Espíritu es un Ser, la tercera Persona de la Divinidad. 

Si fuese un líquido o una fuerza podríamos tener más o menos cantidad; pero siendo como es, un Ser Divino, no podemos tener una parte de él; o lo tenemos o no tenemos.

El ser lleno o sentirse lleno depende del propio Espíritu y de nosotros. Todos los cristianos experimentamos antibajas espirituales. 

En lo que al cristiano se refiere, el sentirse lleno del Espíritu depende de nuestra entrega o consagración al Señor. 

Y de que nuestra conducta y nuestros sentimientos le sean agradables (Ef. 4:30). 

Los que fueron llenos el día de Pentecostés volvieron a experimentar manifestaciones de llenura en otras ocasiones (Hch. 2:4. y 4:31).

Hace 55 años que experimentamos lo que se siente cuando el Espíritu Santo entra directamente en contacto con el alma humana: nuestro entendimiento fue iluminado y vimos a Cristo como el que salva, perdona, y abre las puertas del reino de Dios. 

El Espíritu Santo nos impartió la gracia o don de la fe, de tal manera que cuando entendimos que el Señor perdona, le creímos instantáneamente la paz, el gozo del perdón y de la reconciliación inundó nuestro ser.

Recientemente un miembro de nuestra iglesia nos dijo, con acento de preocupación: pastor 

¿Cómo Dios no le ha dado a usted el don de lenguas, me han exhortado a que pida a Dios que le dé ese don. 

Y no se si debo hacerlo o no.

En relación con los dones espirituales mencionados en (1 Corintios 12) dice el apóstol Pablo que todos estos dones los distribuye 

“El mismo Espíritu repartiendo a cada uno en particular” el don o dones que Él quiere. (V.11) 

¿Se respeta en la actualidad lo que enseña aquí la palabra de Dios? 

Algunos parecen que quieren imponer al Espíritu el criterio per­sonal de ellos o lo que constituye un énfasis de su denominación. 

Sí, quieren que el Espíritu Santo conceda a todos los cristianos el don de lenguas.

¿Mantiene el Espíritu la facultad de repartir y dar a cada uno el don que El estime conveniente o ha transferido esta facultad a algunos cristianos privilegiados? 

En relación con el amado don de lenguas vamos a exponer los siguientes aspectos:

Primero: 
Los que dicen que hablan lenguas extrañas suelen citar Hechos 2:4, donde dice: “Fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron, a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”. 

Aquellos 120 que estaban en el Aposento Alto salieron a la calle y predicaron el evangelio a los partos, medos, elamitas, a los peregrinos procedentes de Mesopotamia y del ponto, de Asia, de Frigia, de Pánfila, de las Regiones de África, de Creta, y de Arabia.

Los representantes de las mencionadas regiones de la tierra se quedaron atónitos y perplejos al oír hablar, en sus propias lenguas, las maravillas de Dios (Hch. 2:9-12). Aquellos 120 predicaron el evangelio en las lenguas que se hablaban en las mencionadas regiones del mundo. 

En la actualidad no conocemos a nadie que posea la facultad que el Espíritu concedió a aquellos 120. Y como nadie posee aquella facultad, nadie tiene derecho a citar Hechos 2:4 y decir que ha recibido la misma facultad.

En la actualidad los misioneros que quieran predicar el evangelio en países donde se hablan otras lenguas tienen que someterse al aprendizaje del idioma o idiomas, sean “carismáticos” o no carismáticos. 

La horma de Hechos 2:4 les queda demasiado ancha a todos los que en la actualidad se la quieren aplicar. Dicen que ellos hablan lenguas como hablaron aquellos 120, y esto no es verdad. Las lenguas del día de Pentecostés constituyeron un milagro de Dios y no un don.

Segundo:
Las lenguas mencionadas en (1 Co­rintios 12 y 14) constituían un don y eran diferentes a las del día de Pentecostés. 

Las lenguas extrañas que hablaban algunos miembros de la iglesia de Corinto no las entendía nadie; se ne­cesitaba que el Espíritu dotase a otro del don de interpretación (1Cor. 14:27-28).

Las lenguas extrañas nunca tuvieron el propósito de edificar la Iglesia (1 Cor. 14:2-4). Pablo dice que en la iglesia resultaban más útiles cinco palabras que la congregación pudiese entender que diez mil palabras en lengua desconocida (1 Cor. 14:19). 

Las lenguas extrañas fueron dadas por señal para los no creyentes (14:22). 

Pero en la actualidad algunos se atreven a enmendarle la plana al mismo dador de los dones; dicen que las lenguas extrañas constituyen la señal de que un cristiano ha recibido el bautismo o la plenitud del Espíritu Santo.

Tercero: 
Que las lenguas extrañas no tienen nada que ver con el ser lleno del Espíritu Santo se puede ver en la iglesia de Corinto. 

Pablo dice que era una iglesia rica en dones (1:7). Se sobre entiende que cierto número de miembros de aquella iglesia hablaban lenguas extrañas 

¿Quiere decir esto que había allí grandes manifestaciones del Espíritu? 

Parece que no, pues Pablo les dice: “Sois carnales, pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones ¿no sois camales? ” (3:3)

¿De dónde sacan ahora que las lenguas constituyen una manifes­tación de espiritualidad y de poder? 

¿Qué espiritualidad había en la iglesia de Corinto? 

Lo que imperaba allí era la confusión, el engreimiento, la profanación de las cosas de Dios, y la división. Por lo que estamos viendo, las lenguas producen los mismos frutos en todos los tiempos y en todas partes.

Cuarto: 
¿Quiere el Espíritu Santo que todos los cristianos convertidos hablen lenguas extrañas? El apóstol Pablo responde a esta pregunta en forma claramente negativa, en (1 Corintios 12:28 al 30). 

La lengua extraña no tiene nada que ver con la salvación, ni con la edificación de la Iglesia, ni con la espiritualidad, ni con la piedad, ni con la plenitud o llenura del Espíritu Santo. 

Por lo que estamos viendo, vivimos en tiempos muy propensos a la histeria. 

Y debemos cuidamos de confundir los métodos divinos con los humanos.

Quinto: En la actualidad, hay idólatras que dicen hablar lenguas extrañas. 

Y sabemos de una organización religiosa que niega la existencia real del Espíritu Santo, y sus miembros dicen que hablan lenguas extrañas. 

Nos consta que hay adúlteros que dicen poseer un don de lenguas extrañas.

Y el predicador David Wilkerson ha escrito lo siguiente: 

“Entre nosotros hay los que hablan lenguas y todavía viven como el diablo”. Y preguntamos: 

Si las lenguas extrañas constituyen una manifestación del bautismo espiritual 

¿qué espíritu bautizó a los idólatras, adúlteros, y herejes que dicen hablar lenguas extrañas?

¡Cuidémonos del espíritu del Padre de la mentira! 

Sabemos que hay dentro de la Iglesia Católica un movimiento carismático que se mantiene leal a los dogmas de su iglesia y que cuenta con el apoyo de la alta jerarquía.

 Los carismáticos católicos dicen que hablan lenguas extrañas, y que poseen el don de profecía y el de sanidad. 

Un escritor evangélico escribió lo siguiente: El carismático evangélico dice que sus dones le son dados por el Espíritu Santo.

Y el carismático católico dice la misma cosa. 

Y pregunta el mencionado escritor: 

¿A qué Espíritu Santo se refieren el católico y el evangélico? 

Nos dicen que se trata del mismo Espíritu. Pero 

¿es que el Espíritu Santo ya no to­ma en cuenta las enseñanzas que El mismo inspiró a los Apóstoles? 

Porque tenemos que con­venir en que la doctrina del carismático católico no es la misma que la del carismático evangélico. 

Estamos ante un fenómeno que presenta aspectos que confunden a cualquiera.

La palabra de Dios nos dice que los dones los reparte el Espíritu Santo dando a cada uno en particular el don que Él quiere. 

Pero ahora nos encontramos con cristianos que quieren que el Espíritu Santo dé a todos los cristianos el don que ellos quieren. 

Estos cristianos dicen que el que no habla lenguas extrañas no tiene el Espíritu Santo y proclaman a los cuatro vientos que ellos tienen más poder, espiritualidad y virtud que los que no hablamos lenguas. Se consideran superiores. 

Y a los que no hablamos lenguas extrañas nos consideran inferiores y vacíos de poder (Prov. 17:2-11 Cor. 10:12).

Jorge Muller (1805-1898), fundador de los orfanatorios de Bristol, fue, hasta donde sabemos, el hombre más destacado en la esfera de la fe en los últimos siglos. 

Un hombre que honraba a Dios por la confianza que tenía en El; y que fue grandemente honrado por Dios. 

Aquel hombre piadoso y poderoso en la fe, no hablaba lenguas extrañas. 

¿Estaría Jorge Muller huérfano del bautismo y la llenura del Espíritu Santo?

El historiador Kenneth S. Latourette inicia su referencia a Juan Wesley diciendo: “Tuvo aquella experiencia conmovedora que se consi­dera como el comienzo del Gran Despertar en las colonias inglesas de América”. 

La predicación de Wesley tenía tal poder que muchos de sus oyentes caían de rodillas llorando, clamando a Dios, y confesando sus pecados. A pesar de tales manifestaciones, Wesley no tuvo el don de hablar lenguas extrañas.

Dwight L. Moody (1837-1899) fue usado poderosamente por el Señor. Pero no tuvo el don de hablar lenguas extrañas. 

Y tampoco tuvieron ese don Juan Bunyan, Guillermo Carey, Hudson Taylor, David Livinsgton, Carlos Spurgeon, y miles de cristianos fieles y piadosos a quienes el Espíritu Santo ha usado y bendecido; a pesar de que no hablaban lenguas extrañas.

¿A quién sirven los que sitúan las lenguas en la cúspide de sus énfasis? ¿Sirven a la verdad? ¿Sirven a Dios? ¿O sirven a un énfasis denominacional?

Por la gracia de Dios, todos los convertidos, nacidos de nuevo y hechos templos del Espíritu Santo, hemos sido bautizados o sellados con el Espíritu desde el día que aceptamos a Cristo como nuestro Salvador y Señor (Ef. 1:13-14). 

Cuidémonos de no contristar al Espíritu Santo (Ef. 4:30). Pidámosle cada día que nos llene, que se digne usarnos como instru­mentos de su gracia y de su voluntad.

Las lenguas extrañas no han constituido, en el pasado, un tema doctrinal verdaderamente importante para la Iglesia. Fueron concedidas, en el siglo primero, como una señal para los in- conversos (I Cor. 14:22).

Hasta donde sabemos, Dios nunca tuvo el propósito de que todos los cristianos hablásemos lenguas extrañas (I Cor. 12:28-30). 

Las lenguas extrañas nunca tuvieron por finalidad la edificación de la Iglesia (1 Cor. 14:1-4). Sabemos que las lenguas fueron motivo de conflicto en la iglesia de Corinto.

La palabra de Dios nos exhorta a buscar los dones espirituales que en verdad contribuyan a edificar la Iglesia (1 Cor. 12:31 a 13:13). 

Y sería saludable, desde el punto de vista de la armonía cristiana, que todos tuviésemos presente el aforismo que dice: “El respeto al derecho ajeno, es la paz”

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