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Historia Eclesiástica (4)

 

 4. Justino Mártir

Justino Mártir. 

Como filósofo cristiano, apologista, incansable sembrador de la palabra y mártir, Justino ocupa un lugar prominente entre los cristianos del segundo siglo.

Nació de padres paganos en la antigua Siquem de Samaria, en los días cuando el último apóstol entraba en el reposo de los santos. Desde muy temprano empezó a mostrar una sed insaciable de verdad, y su afán por hallarla ha hecho que se le compare al mercader de la parábola de la perla de gran precio. Las creencias populares de las religiones dominantes le causaban disgusto, comprendiendo que eran sólo invenciones de hombres supersticiosos o interesados, que sólo podían satisfacer a los espíritus indiferentes. Buscó entonces la verdad en las escuelas de los filósofos, conversando con aquellos que demos­traban poseer ideas más sublimes que las que alimentaban a las multitudes extraviadas. Miraba a todos lados buscando el faro que podría guiarle al anhelado puerto de la sabiduría. Golpeaba a las puertas de todas las escuelas filosóficas. Hoy lo hallamos en contacto con un sabio y mañana con otro, "pero sólo podían hablarle de un Creador que gobierna y dirige las cosas grandes del Universo, pero según ellos, es indiferente a las necesidades individuales del hombre. De la escuela de los estoicos pasa a la de Pitágoras, pero siempre se halla envuelto en la niebla de vanas especulaciones, sin hallar en la filosofía aquella luz que su alma anhela. Viaja incesantemente de país en país, buscando los mejores frutos del saber humano. Ora está en Roma, ora en Atenas, ora en Alejandría, pero en busca de la misma cosa, siempre deseando conocer la verdad y tener luz sobre los insondables problemas que surgen ante el universo, la vida, la muerte y la eternidad. Por fin creyó haber llegado a la meta de sus peregrinaciones abrazando las enseñanzas de Platón, por medio de las cuales llegó a entrever las sublimidades de un Dios personal. Estaba en los umbrales, pero la puerta continuaba cerrada desoyendo sus clamores. El Dios de Platón no era tampoco el que podía satisfacer a un hombre que tenía hambre y sed de justicia. Su alma no podía alimentarse con áridos silogismos y vanas disputas de palabras. Tenía, pues, que seguir buscando lo que su alma necesitaba. Era Dios que guiaba a su futuro siervo por la senda de la sabiduría humana para que se diese cuenta de que en ella no reside la suprema bendición de Dios.

El poderoso testimonio que los cristianos daban en sus días le impresionó mucho, y al verles morir tan valientemente por su fe, se puso a pensar si no serían ellos los poseedores de la bendición que él buscaba. No le era posible creer que aquel sublime martirologio, aquellas fervientes plegarias frente a la muerte, aquella activa y desinteresada propaganda de su fe, fuese obra de fanáticos y mucho menos de personas malas, como el vulgo se lo figuraba. Alguna fuerza divina, algún poder para él desconocido, alguna causa por él ignorada, en fin, un algo tenía que haber, que infundiese tan dulces esperanzas, que crease tanto heroísmo, y que diese animación y vida al movi­miento que no habían podido detener las espadas inclementes de los Césares, ni las fieras salvajes del anfiteatro.

Caminando un día, pensativo, por las orillas del mar, vestido con su toga de filósofo, encontró a un anciano venerable, que le impresionó por su imponente aspecto y por la bondad de su carácter. Reconociendo en el manto que Justino era uno de los que buscan la verdad, aquel anciano se le acercó procurando entablar conversación. Era un cristiano que andaba buscando la oportunidad de cumplir con el mandato del Maestro de llevar el evangelio a toda criatura. Ni bien empezó a hablarle logró tocar la cuerda más sensible del corazón de Justino. Le dijo que la filosofía promete lo que no puede dar. Entonces le habló de las sagradas Escrituras, que encierran todo el consejo de Dios, y le indicó la conveniencia de leerlas atentamente, añadiendo: "ruega a Dios que abra tu corazón para ver la luz, -porque sin la voluntad de Dios y de su hijo Jesucristo, ningún hombre alcanzará la verdad". El corazón de Justino ardía dentro de él al oír las palabras tan a punto de su interlocutor.

Fue entonces cuando se decidió a estudiar asiduamente las Escrituras del Antiguo Testamento. Las profecías le llenaron de admiración. La manera como éstas se cumplieron, le convenció de que aquellos hombres que las escribieron habían sido inspirados por Dios. Los Evangelios lo pusieron en contacto con aquel que pudo decir: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida". Pudo oír las palabras de aquel que habló como ningún otro habló, conocer los hechos de aquel que obró como ningún otro obró, y leer la vida del que vivió como ningún otro vivió. Las Escrituras le guiaron a Cristo, en quien halló la verdadera filosofía, y desde ese momento, Justino aparece militando entre los despreciados discípulos del que murió en una cruz.

En aquellos tiempos no se conocía la distinción moderna de clérigos y legos. No había una clase determinada de cristianos que monopolizase la predicación. Todos los que tenían el don lo hacían indistintamente, ya fuesen o no, obispos de la congregación. Justino, pues, sin abandonar la toga de filósofo que le daba acceso a los paganos, se consagró a predicar la verdad, no ya como uno que la buscaba sino como uno que la poseía. No cesaba de trabajar para que muchos viniesen al conocimiento del evangelio, pues creía que el que conoce la verdad y no hace a otros participantes de ella, será juzgado severamente por Dios. Toda su carrera, desde su conversión a su martirio, estuvo en armonía con esta creencia. Día tras día se le podía ver en las plazas, rodeado de grupos de personas que le escuchaban ansiosos. Los que pasaban se sentían atraídos por su toga, y después de la corriente salutación: "salve, filósofo", se quedaban a escucharle. Cumplía así el dicho de Salomón acerca de la Sabiduría: "En las alturas, junto al camino, a las encrucijadas de las veredas se para, a la entrada de las puertas da voces". Así era uno de los instrumentos poderosos en las manos del Señor, para hacer llegar a las multitudes el conocimiento del evangelio.

Como escritor, Justino puede ser considerado uno de los más notables de los tiempos primitivos del cristianismo. Algunas de sus obras han llegado hasta nosotros. Refiriéndose a sus escritos, dice el profesor escocés James Orr: "El mayor de los apologistas de este período, cuyos trabajos aún se conservan, es Justino Mártir. De él poseemos dos Apologías dirigidas a Antonio Pío y al Senado Romano (año 150), y el Diálogo con Trifón, un judío, escrito algo más tarde. La primera Apología de Justino es una pieza argumentativa concebida noblemente, y admirablemente presentada. Consta de tres partes — la primera refuta los cargos hechos contra los cristianos; la segunda prueba la verdad de la religión cristiana, principalmente por medio de las profecías; la tercera explica la naturaleza del culto cristiano. La segunda Apología fue motivada por un vergonzoso caso de persecución bajo Urbico, el prefecto. El diálogo con Trifón es el relato de una larga discusión en Efeso, con un judío liberal, y hace frente a las objeciones que hace al cristianismo".

Los escritos de Justino tienen el mérito de revelarnos cuáles eran las creencias y costumbres de aquella época.

Refiriéndose al poder regenerador del evangelio, dice: "Podemos señalar a muchos entre nosotros, que de hombres violentos y tiranos, fueron cambiados por un poder victorioso". "Yo hallé en la doctrina de Cristo la única filosofía segura y saludable, porque tiene en sí el poder de encaminar a los que se apartan de la senda recua y es dulce la porción que tienen aquellos que la practican. Que la doctrina es más dulce que la miel, es evidente por el hecho de que los que son formados en ella, no niegan el nombre del Maestro aunque tengan que morir". "Nosotros que antes seguíamos artes mágicas, nos dedicamos al bien y al único Dios; que teníamos como la mejor cosa la adquisición de riquezas y posesiones, ahora tenemos todas las cosas en común, y comunicamos mutuamente en las necesidades; que nos odiábamos y destruíamos el uno al otro, y que a causa de las costumbres diferentes, no nos sentábamos junto al mismo fuego con personas de otras tribus, ahora, desde que vino Cristo, vivimos familiarmente con ellos, y oramos por nuestros enemigos, y procuramos persuadir a los que nos abo­rrecen injustamente, para que vivan conforme a los buenos preceptos de Cristo, a fin de que juntamente con nosotros, sean hechos participantes de la misma gozosa esperanza del galardón de Dios, ordenador de todo''.

Sobre el culto cristiano en aquella época dice: "El día llamado del sol, todos los que viven en las ciudades o en el campo, se juntan en un lugar y se leen las Memorias de los após­toles o los escritos de los profetas, tanto como el tiempo lo permite; entonces el que preside, enseña y exhorta a imitar estas buenas cosas. Luego nos levantamos juntos y oramos (en otro pasaje menciona también el canto); traen pan, vino y agua, y el que preside ofrece oraciones y acciones de gracias según su don, y el pueblo dice amén". "Nos reunimos en el día del sol, porque es el día cuando Dios creó el mundo, y Jesucristo resucitó de entre los muertos".

Vemos que el culto no era ritualista ni ceremonioso, sino que consistía en la lectura de las Escrituras, la explicación de la misma, las oraciones, el canto y la participación de la cena bajo dos especies, y que tenía lugar, principalmente, el primer día de la semana.

Refiriéndose a la beneficencia cristiana, dice: "Los ricos entre nosotros ayudan a los necesitados; cada uno da lo que cree justo; y lo que se colecta es puesto aparte por el que preside, quien alivia a los huérfanos y a las viudas y a los que están enfermos o necesitados; o a los que están presos o son forasteros entre nosotros; en una palabra, cuida de los necesitados".

La actividad de Justino no pudo menos que despertar el odio de los adversarios. Un filósofo contrario a sus ideas deseando deshacerse de él, denunció que era cristiano, y junto con seis hermanos más, tuvo que comparecer ante las autoridades. Allí confesó abiertamente su fe en Cristo, no temiendo la ira de sus adversarios, y fue condenado a muerte. Un estoico, burlándose, le preguntó si suponía que después que le hubiesen cortado la cabeza iría al cielo. Justino le contestó que no lo suponía sino que estaba seguro. La decapitación de Justino y sus compañeros ocurrió probablemente en el año 167, siendo emperador Marco Aurelio.

Los mártires de Lyon y Viena.

La primera vez que Francia aparece en la historia del cristianismo, se presenta acompañada de una legión de mártires; primicias gloriosas de los miles que en siglos posteriores, sellarían con su muerte el testimonio de la fe que habían abrazado.

Fue en el año 177, cuando las iglesias de Lyon y Viena (esta última es una ciudad francesa sobre el Ródano, que no hay que confundir con la capital de Austria del mismo nombre) sintieron el azote inclemente del paganismo. Los hechos rela­cionados con esta persecución fueron fielmente narrados por las iglesias de Lyon y Viena en una carta que enviaron a las iglesias hermanas de otras regiones. Esta carta se atribuye a la magistral pluma de Ireneo, y ha sido conservada, casi íntegramente, por Eusebio. Su autenticidad nunca fue puesta en duda, y ha sido llamada la perla literaria de la literatura cristiana de los primeros siglos. Al presentar a nuestros lectores los hechos de esos mártires, no podemos hacer nada mejor que reproducir los párrafos más notables de esta joya de la literatura y de la historia.

He aquí el preámbulo:

"Los siervos de Jesucristo que están en Viena y Lyon, en la Galia, a los hermanos de Asia y de Frigia, que tienen la misma esperanza, paz, gracia y gloria de la parte de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Señor''.

Empieza la narración de los sufrimientos y dice:

"Jamás las palabras podrán expresar, ni la pluma describir, el rigor de la persecución, la furia de los gentiles contra los santos, la crueldad de los suplicios que soportaron con constancia los bienaventurados mártires. El enemigo desplegó contra nosotros todas sus fuerzas, como preludio de lo que hará sufrir a los elegidos en su último advenimiento, cuando haya recibido mayor poder contra ellos. No hay cosa que no haya hecho para adiestrar de antemano a sus ministros en contra de los siervos de Dios. Empezaron por prohibirnos la entrada a los edificios públicos, a los baños, al foro; llegaron a prohibirnos toda aparición. Pero la gracia de Dios combatió por nosotros; libró del combate a los más débiles, y expuso a los que, por su coraje, se asemejan a firmes columnas, capaces de resistir a todos los esfuerzos del enemigo. Estos héroes, pues, habiendo llegado a la hora de la prueba, sufrieron toda clase de oprobios y tormentos; pero miraron todo eso como poca cosa, a causa del anhelo que tenían de reunirse lo más pronto a Jesucristo, enseñándonos, por su ejemplo, que las aflicciones de esta vida no tienen proporción con la gloria futura que sobre nosotros ha de ser manifestada.

"Empezaron por soportar con la más generosa constancia todo lo que se puede sufrir de parte de un populacho insolente; gritos injuriosos, pillaje de sus bienes, insultos, arrestos y pri­siones, pedradas, y todos los excesos que puede hacer un pueblo furioso y bárbaro contra aquellos a quienes cree sus enemigos.

Siendo arrastrados al foro, fueron interrogados delante de todo el pueblo, por el tribuno y autoridades de la ciudad; y después de haber confesado noblemente su fe, fueron puestos en la cárcel hasta la venida del presidente".

epagato. Sobre la noble actitud de Epagato dice la carta:

"Cuando el magistrado llegó, los confesores fueron llevados delante del tribunal; y como él los tratara con toda clase de crueldades, Vetio Epagato, uno de nuestros hermanos, dio un bello ejemplo del amor que tenía para con Dios y para con el prójimo. Era un joven tan ordenado, que en su temprana juventud, había merecido el elogio que las Escrituras hacen del anciano Zacarías; como él andaba de modo irreprochable en el camino de todos los mandamientos del Señor, siempre listo para ser servicial al prójimo, lleno de fervor y de celo por la gloria de Dios. No pudo ver sin indignación la iniquidad del juicio que se nos hacía; penetrado de un justo dolor, pidió permiso para defender la causa de sus hermanos y demostrar que en nuestras costumbres no hay ni ateísmo ni impiedad. Al hacer esta proposición, la multitud que rodeaba el tribunal, se puso a lanzar gritos contra él, porque era muy conocido; y el presidente, herido por una demanda tan justa, por toda respuesta le preguntó si era cristiano. Epagato respondió con voz alta y dará que lo era, y en seguida fue colocado junto con los mártires y llamado el abogado de los cristianos; nombre glorioso que merecía, porque tenía, tanto o más que Zacarías, el Espíritu dentro de sí por abogado y consolador; lo que demostró por medio de ese amor ardiente que le hacía dar su sangre y su vida en defensa de sus hermanos. Era un verdadero discí­pulo, siguiendo en todas partes al Cordero divino".

blandina. Entre los mártires de Lyon, una niña esclava llamada Blandina, ocupa el lugar prominente. Oigamos lo que sobre ella dice la carta de las iglesias:

"Entonces hicieron sufrir a los mártires tormentos tan atroces que no hay palabras para narrarlos; Satán puso todo en juego para Hacerles confesar las blasfemias y calumnias de que eran acusados. El furor del pueblo, del gobernador y de los soldados, se manifestó especialmente contra Santos, diácono de Viena; contra Maturo, neófito pero ya atleta generoso; contra Átale natural de Pérgamo, columna y sostén de la iglesia de aquella ciudad, y contra Blandina, joven esclava por medio de quien Jesucristo ha dejado ver cómo él sabe glorificar delan­te de Dios, lo que parece vil y menospreciable a los ojos de los hombres. Todos temíamos por esta joven; y aun su dueña, que figuraba en el número de los mártires, tenía miedo de que no tuviese la fuerza de confesar la fe, a causa de la debilidad de su cuerpo. Sin embargo, mostró tanto coraje, que hizo fatigar a los verdugos que la atormentaron desde la mañana hasta la noche. Después de haberla hecho sufrir todo género de suplicios, no sabiendo más que hacerle, se declararon vencidos; se quedaron muy sorprendidos de que respirase aún dentro de un cuerpo herido, y decían que uno solo de los suplicios bastaba para hacerla expirar, y que no era necesario hacerla sufrir tantos ni tan fuertes. Pero la santa mártir adquiría nuevas fuerzas, como buena atleta, confesando su fe: era para ella un refrigerio, un reposo, y cambiar sus tormentos en delicias el poder decir: "Yo soy cristiana. Entre nosotros no se comete ningún mal."

Sobre su primera presentación en el circo, dice la carta: "Blandina fue suspendida a un poste, para ser devorada por las bestias. Estando atada en forma de cruz, y orando con mucho fervor, llenaba de coraje a los otros mártires, que creían ver en su hermana, la representación del que fue crucificado por ellos, para enseñarles que cualquiera que sufra aquí por su gloria, gozará en el cielo de la vida eterna con Dios su Padre. Pero como ninguna bestia se atrevió a tocarla, la enviaron de nuevo a la prisión reservándola para otro combate, para que apareciendo victoriosa en muchos encuentros, hiciese caer, por una parte, una condenación mayor sobre la malicia de Satán y levantase por otra, el coraje de sus hermanos, quienes veían en ella una muchacha pobre, débil y despreciable, pero revestida de la fuerza invencible de Jesucristo, triunfar del infierno tantas veces, y ganar por medio de una victoria gloriosa, la corona de la inmortalidad."

En   el  segundo  encuentro  Blandina  aparece  en  el  circo junto con el joven Póntico, y la carta dice así:

"El último día de los espectáculos, hicieron comparecer de nuevo a Blandina y a un joven de unos quince años llamado Póntico. Todos los días lo habían traído al anfiteatro, para intimidarlo por la vista de los suplicios que hacían sufrir a los otros. Los gentiles querían forzarlos a jurar por sus ídolos. Como ellos seguían negando su pretendida divinidad, el pueblo se enfureció contra ellos; y sin ninguna compasión por la juventud del uno ni por el sexo de la otra, los hicieron pasar por todo género de tormentos, instigándoles a que jurasen. Pero su constancia fue invencible; porque Póntico, animado por su hermana, quien lo exhortaba y fortificaba frente a los paganos, sufrió generosamente todos los suplicios y entregó su espíritu.

"La bienaventurada Blandina quedó, pues, la última, como una madre noble, que después de haber enviado delante de ella sus hijos victoriosos a quienes animó en el combate, se apresura para ir a unirse con ellos. Entró en la misma carrera con tanto gozo como si fuese al festín nupcial y no al matadero, donde serviría de alimento a las fieras. Después de haber sufrido los azotes, de ser expuesta a las bestias, de ser quemada en la silla de hierro candente, la encerraron en una red y la presentaron a un toro, que la arrojó varias veces al aire; pero la santa mártir, ocupada en la esperanza que le daba su fe, hablaba con Jesucristo y no sentía los tormentos. Al fin degollaron esta víctima 'inocente; y los mismos paganos confesaron que nunca habían visto a una mujer, sufrir tanto ni con tan heroica cons­tancia."

santos.   Refiriéndose a Santos dice:

"El diácono Santos sufrió, por su parte, con una valentía sobrehumana, todos los suplicios que los verdugos pudieron imaginar, con la esperanza de arrancarle alguna palabra deshon­rosa a su fe. Llevó tan lejos su constancia que ni aun quiso decir su nombre, su ciudad, su país, ni si era libre o esclavo. A todas estas preguntas contestaba en lengua romana: “Yo soy cris­tiano”; confesando que esta profesión era su nombre, su patria, su condición, en una palabra, su todo, sin que los paganos pudiesen arrancarle otra respuesta. Esta firmeza irritó de tal modo al gobernador y a los verdugos, que después de haber empleado todos los demás suplicios, hicieron quemar chapas de cobre hasta quedar rojas y se las aplicaron a las partes más sensibles del cuerpo. Este santo mártir vio asar sus carnes sin cambiar siquiera de postura, y quedó inconmovible en la confesión de su fe, porque Jesucristo, fuente de vida, derramaba sobre él un rocío celestial que lo refrescaba y fortalecía. Su cuerpo así quemado y destrozado, era una llaga, y no tenía más la figura humana. Pero Jesucristo que sufría en él y desplegaba su gloria, confundía así al enemigo y animaba a los fieles, haciéndoles ver, por su ejemplo, que a nada se teme cuando uno tiene el amor del Padre, y que uno no sufre nada cuando contempla la gloria del Hijo. En efecto, sus verdugos se apresuraron algunos días después, a aplicarle nuevas torturas, en los momentos cuando la inflamación de las llagas las hacía tan dolorosas, que no podía sufrir que lo tocasen ni aun ligeramente. Se vanagloriaban de que sucumbiría al dolor, o que por lo menos, mu­riendo en los suplicios, intimidaría a otros. Pero contra las expectativas generales, su cuerpo desfigurado y dislocado, adquirió, en los últimos tormentos, su forma primitiva y el uso de todos sus miembros; de modo que esta segunda tortura, por la gracia de Jesucristo, fue el remedio de la primera."

potín. Era éste un anciano de la iglesia y hombre de edad muy avanzada. Refiriéndose a su martirio dice así el documento que estamos citando:

"Se apoderaron del bienaventurado Potín, que gobernaba la iglesia de Lyon en calidad de obispo. Tenía más de ochenta años, y se encontraba enfermo. Como apenas podía sostenerse y respirar, a causa de sus enfermedades, aunque el deseo del martirio le daba nuevas fuerzas, se vieron obligados a llevarlo al tribunal. La edad y la enfermedad ya habían deshecho su cuerpo; pero su alma quedaba unida para servir al triunfo de Jesucristo. Mientras los soldados lo conducían era seguido por otros soldados de la ciudad y de todo el pueblo que daba voces contra él, como si hubiera sido el mismo Cristo. Pero nada pudo abatir al anciano, ni impedirle confesar altamente su fe. Interrogado por el gobernador acerca de quién era el Dios de los cristianos, le contestó que si fuera digno, lo conocería. En seguida fue bárbaramente golpeado sin que tuviesen ninguna consideración a su avanzada edad. Los que estaban cerca lo herían a puñetazos y a puntapiés; los que estaban lejos le tira­ban la primera cosa que hallaban. Todos se hubieran creído culpables de un gran crimen si no lo hubieran insultado, para vengar el honor de los dioses. Apenas respiraba cuando fue llevado a la prisión, donde entregó su alma dos días después."

Otros dos mártires notables fueron Atalio y Alejandro. Veamos lo que dice el precioso documento que traducimos:

"Como Atalio era muy conocido y distinguido a causa de sus buenas cualidades, el pueblo pedía incesantemente que lo trajesen al combate. Entró en la arena con santa seguridad. El testimonio de su conciencia le hacía intrépido, porque estaba aguerrido en todos los ejercicios de la milicia cristiana, y había sido entre nosotros un testigo fiel de la verdad. Primeramente le hicieron dar vueltas en el anfiteatro con un letrero delante de sí en el cual estaba escrito en latín: Este es Atalio el cristiano. El pueblo se estremecía contra él; pero el gober­nador, al saber que era ciudadano romano, lo hizo conducir otra vez a la prisión, junto con los otros. Y escribió al emperador tocante a los mártires, y esperaba su decisión."

La respuesta, que tenía que venir de Roma tardaba en llegar, y durante este tiempo los mártires pudieron reanimar a los hermanos que por temor habían renegado su fe, y prepararles para dar un valiente testimonio que confundiría a los paganos.

Volvamos a Atalio y Alejandro:

"Mientras los interrogaban, un cierto Alejandro, frigio de nación y médico de profesión, que desde hacía mucho residía en la Galia (Francia) estaba cerca del tribunal. Era conocido de todos, a causa del amor que tenía a Dios, y de la libertad con que predicaba el evangelio; porque también desempeñaba las funciones de apóstol. Estando cerca del tribunal, exhortaba por medio de señales y gestos a los que eran interrogados, para que confesasen generosamente su fe. El pueblo que se dio cuenta, y que estaba enfurecido al ver a los que antes habían renegado su fe, confesarla con tanta constancia, dio gritos con­tra Alejandro, a quien atribuían este cambio. Al preguntarle el gobernador quién era, respondió: "Yo soy cristiano"; e inmediatamente fue condenado a ser entregado a las fieras. Al día siguiente entró en el anfiteatro con Atalio, a quien el gobernador, por agradar al pueblo, entregó a ese suplicio, a pesar de ser ciudadano romano. Ambos, después de sufrir todos los tormentos imaginables, fueron degollados. Alejandro no pronunció ni una sola queja ni palabra, pero hablaba interiormente con Dios. Atalio, mientras lo asaban en la silla de hierro, y que el olor de sus miembros quemados se podía sentir de lejos, dijo al pueblo en latín: "Esto es comer carne humana; lo que vos­otros hacéis: pero nosotros no comemos hombres ni come­temos ninguna otra clase de crimen".

Cuando los mártires ya habían sucumbido, se ocuparon de ultrajar sus cadáveres. Así se expresa la carta:

"La ira de ellos fue más allá de la muerte. Arrojaron, para que fuesen comidos por los perros, los cadáveres de aquellos que la infección y otras calamidades habían hecho morir, y los hicieron custodiar día y noche, por temor de que alguno de nosotros les diese sepultura. Juntaron también los miembros esparcidos de los que habían luchado en el anfiteatro, restos dejados por las bestias y las llamas, con los cuerpos de aquellos a quienes habían decapitado y los hicieron custodiar varios días por los soldados".

Los restos fueron finalmente quemados y arrojados al Ródano.

La persecución no se sintió sólo en Lyon y Viena, sino en toda la región circunvecina. Un mártir ilustre que pereció poco tiempo después que los ya mencionados, fue Sinforiano de quien dice la carta:

"Había en este tiempo en Autum, un joven llamado Sinforiano, de una familia noble y cristiana. Estaba en la flor de su edad y era instruido en las letras y en las buenas costumbres. La ciudad de Autum era una de las más antiguas y más ilustres de la Galia, pero también de las más supersticiosas. Adoraban principalmente a Cibeles, Apolión y Diana. Un día el pueblo estaba reunido para celebrar la solemnidad profana de Cibeles, a la cual llamaban la madre de los dioses. En ese tiempo el cónsul Heraclio estaba en Autum buscando cristianos. Le presentaron a Sinforiano, a quien habían arrestado como sedicioso, porque no había adorado al ídolo de Cibeles, que llevaban en una carroza, seguida de una gran multitud. Heraclio, sentado en el tribunal, le preguntó su nombre. El respon­dió: "Yo soy cristiano, y me llamo Sinforiano". El juez le dijo: "¿Eres cristiano? Por lo que veo tú te nos has escapado, porque no se profesa mucho, ahora, ese nombre entre nosotros. ¿Por qué rehúsas adorar la imagen de la madre de los dioses?" Sin­foriano contestó: "Os lo he dicho ya, yo soy cristiano, adoro al verdadero Dios que reina en los cielos; en cuanto al ídolo del demonio, si me lo permitís, lo romperé a martillazos". Él dijo: "Este no es sólo sacrílego, quiere ser rebelde. Que los oficiales digan si es ciudadano de este lugar". "Es de aquí —respon­dió uno— y hasta de una familia noble". "He aquí, tal vez, dijo el juez, porque tú te haces ilusiones. ¿O ignoras tú los edictos de nuestros emperadores? Que un oficial los lea". Leen el edicto de Marco Aurelio, como lo hemos visto ya. Al termi­narse la lectura. "¿Qué te parece, —dijo el juez a Sinforiano—, podemos quebrantar las ordenanzas de los príncipes? Hay dos acusaciones contra ti, de sacrilegio, y de rebelión contra las leyes; si no obedeces, lavarán este crimen en tu sangre". Habiendo declarado Sinforiano, en términos positivos, que per­manecía firme en el culto del verdadero Dios, y que detestaba las supersticiones de los idólatras, Heraclio lo hizo castigar y conducir a la prisión.

"Algunos días después lo hizo comparecer de nuevo, probó de tentarlo con buenos modales, y le prometió una rica gratificación del tesoro público, con los honores de la milicia, si quería servir a los dioses inmortales. Añadió que no podía evitar de condenarlo al último suplicio, si aun rehusaba adorar las estatuas de Cibeles, de Apolión y de Diana".

Habiendo rehusado los ofrecimientos que se le hacían, Sin­foriano fue condenado a muerte, Sobre la valiente y serena actitud de su cristiana madre, dice la carta:

"Mientras lo conducían fuera de la ciudad, como una víc­tima al sacrificio, su madre, venerable tanto por su piedad como por sus años, le gritó desde oí alto de las murallas: "Hijo mío, Sinforiano, mi hijo querido, acuérdate del Dios vivo', y ármate de constancia. No hay que temer a la muerte que conduce a la vida; levanta tu corazón, mira al que reina en los cielos. Hoy no te quitan la vida, te la cambian por una mejor. Hoy en cambio de una vida perecedera tú tendrás una vida perdurable". Al terminar este admirable relato, preguntemos con James Orr: "Las otras religiones tienen sus mártires; ¿pero tienen mártires como éstos?"

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