Aportacion de: Ben Ayala
A diferencia de aquellos que se creen importantes, Jacob sabía que el pecado lo había arruinado (Génesis 32:10). Se consideraba indigno de la gracia de Dios. Había engañado a su hermano Esaú para robarle la primogenitura (cap. 27), y este lo odiaba. Años más tarde, Jacob volvía a enfrentarse con él.
«Menor soy que todas las misericordias» (v. 10), oró Jacob. Al usar la palabra «menor», se refería al objeto más pequeño que existía. «Líbrame, te ruego…» (v. 11 lbla).
¡Qué extraño ver estas dos frases juntas: Menor soy que todas las misericordias […]. ¡Líbrame! No obstante, Jacob podía rogar por misericordia porque su esperanza no dependía de su dignidad personal, sino de la promesa del Señor de mirar con gracia a aquellos que se postran a sus pies. La humildad y la contrición son las llaves que abren el corazón de Dios. Alguien dijo que la mejor disposición para orar es desnudar el alma; clamar desde lo más profundo del ser. Esto brota del interior del que reconoce su profunda depravación.
Tales oraciones las ofrecen aquellos que están plenamente convencidos de su pecado y vergüenza, y de que la gracia de Dios se extiende a los pecadores que no merecen nada. El Señor oye mejor el clamor de quienes expresan: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lucas 18:13).
Es apropiado que un Dios grande perdone a grandes pecadores.
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