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Tránslate / Traducción

Acerquémonos confiadamente a Jesús

Él nos conoce a la perfección. No podemos engañarle. Pero la maravilla es que, cuando entendemos su sacerdocio, vemos que no necesitamos engañarle. 

Él acepta ser nuestro Sacerdote, sea cuál sea nuestro pecado, siempre que nos acerquemos a Él con fe y arrepentimiento, y con el sincero deseo de ser limpiados de nuestro pecado.

Al acercarnos, sentimos confianza, no por tenerla en nosotros mismos, sino porque su sacerdocio —con todo lo que conlleva de gracia y compasión— nos la inspira.

Acerquémonos, en tercer lugar, al trono de la gracia, a nuestro propiciatorio. 

La frase traducida aquí como trono de la gracia es exactamente la misma traducida como propiciatorio en el 9:5. 

Es el «trono» que simbólicamente se hallaba encima del arca del pacto. 

Es el trono en el cual verdaderamente se ha sentado nuestro Señor Jesucristo, a la diestra del Padre. 

Es a la vez un trono de gobierno y juicio, y un lugar de misericordia y gracia. 

Desde luego, si no hubiese sido por la obra propiciatoria de Jesús —si nuestro Sumo Sacerdote no estuviese rociando el trono con la sangre de su propio sacrificio—, el trono sería exclusivamente un lugar de juicio alcual nos acercaríamos sólo para nuestra condenación eterna. 

Pero, porque está presente nuestro Sacerdote y porque su sangre es eficaz para limpiarnos de todos nuestros pecados, aquel trono que en  principio tendría que ser nuestra perdición se ha convertido para nosotros en el trono de la gracia.

Acerquémonos, pues, porque Dios nos ama. Su interés no está en que seamos excluidos de la Tierra Prometida, sino en 

que tengamos una amplia y generosa entrada. Él envió a su Hijo para ofrecer su vida con el fin expreso de que pudiésemos llegar allí. 

¡Qué mayor manera de demostrar la autenticidad de su amor para con nosotros y su intención de llevarnos a la gloria que la sangre de su propio Hijo!

¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios?…

Podríamos suponer que el diablo tendría mucho interés en acusarnos. 

Pero ¿qué fuerza pueden tener sus acusaciones cuando la sangre de Jesucristo habla a nuestro favor? Podría acusarnos nuestra propia conciencia, pero el Sacerdote nos declara perdonados y aceptados por el Padre en virtud de su sacrificio. Desde luego, quienes no nos acusan son el Padre y el Hijo: Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está sentado a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros [como nuestro Sumo Sacerdote] (Romanos 8:31–34).

Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia.

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